Aquella fría mañana de marzo de 1414, el alfaquí Hamet se había citado con sus colegas Ali Alcalde, Farax Buenaño y Ali Ojos de Enamorado en el callejón que conducía a la ronda. De allí se dirigirían a la mezquita donde firmarían un importante acuerdo con la institución que les arrendaba los terrenos donde desde entonces vivirían. Así lo había ordenado la reina madre, vivirían apartados de sus vecinos. Y había llegado el día de acordar los términos del arriendo de aquella huerta situada a los pies de la muralla y cerca del río, que el cabildo había puesto a su disposición y que se convertiría en su barrio, la morería.
Desde que se pregonó la orden real, los cuatro representantes de la comunidad se reunían diariamente para planificar cómo urbanizar el barrio, que quedaría cercado y con una única puerta de acceso desde la calle de las traseras de San Francisco. No habían tenido dudas de dónde levantar el almají. Sería al fondo, al pie del muro de la ronda de la ciudad, un lugar recogido, íntimo, reservado para los fieles.
Llevaban meses trabajando en su construcción y la obra estaba ya muy avanzada. El saber hacer de los alarifes Farax Buenaño y Ali Ojos de Enamorado había contribuido a ello. Su fama de buenos carpinteros era conocida en la villa y sus alrededores. Antes, el alfaquí había trazado la línea correcta para orientar su sala de oración hacia la Ciudad Santa, como lo mandaba la tradición. Los muros y los espacios abiertos que se iban conformando vislumbraban ya un recinto amplio y bello, que a buen seguro acogería en un futuro muchas celebraciones y reuniones importantes, como a la que acudían aquella mañana. Estarían orgullosos de su mezquita.
Casi un siglo después, en 1506, al final de un verano que había sido particularmente caluroso, los nietos y bisnietos de aquellos fundadores llorarían la destrucción de su casa de reunión y oración. En esta ocasión, la reina nieta de aquélla que les mandó recluirse en la morería, les había obligado cuatro años antes a bautizarse y por ello, el cabildo mandó derribar un templo que ya no tendría nunca más fieles. Algunos recordaban con nostalgia la riqueza de su labra, las celebraciones que les habían reunido en ocasiones señaladas, el bullicio de los hombres y niños jugando a los birlos en el patio y el trasiego de las mujeres preparando el agasajo para toda la comunidad en las cocinas. Todos se lamentaban del ultraje.
Quién sabe si las cosas se produjeron así… Lo que es cierto es que aquella mezquita que levantó la generación del alfaquí Hamet y que se derribó en tiempos de la reina católica, permaneció durante siglos bajo tierra hasta que 600 años después la hemos rescatado del olvido. La Arqueología es así de científica… y de caprichosa. Mabrouk