Sus largos y temblorosos dedos, sin llegar a ser afilados en demasía, perfilaron la señal de media luna que prendía de la tela de su hombro, como ya venía siendo habitual en demostración de su origen moro, diferenciándola del resto de personas que circulaban por aquella estrecha calle un cálido día. Poco faltaba para que anocheciera y podía sentir las miradas sobre ella, directas y fugaces, avasallándola por todos los flancos. Era entonces, solo en esos momentos, cuando su mano abarcaba la extensión de la media luna sobre sus ropas, recordándose a qué se debía tal protagonismo, ante tal interés. La desventura de su persona no era desconocida, más bien podría considerarla como una vieja conocida, una acompañante de vida, que permanecía a su lado de sol a sol. Así había dispuesto su majestad, la reina cristiana, al marcar a su comunidad con formas que no pasaran desapercibidas para quienes tuvieran la oportunidad, desdichada quizás, de posar su atención sobre algunos de los suyos, o simplemente sobre ella misma.
La media luna de su hombro no era el único de los distintivos que marcaban a la nieta de Çete. No podía vestirse como hubiese querido, aunque hubiese tenido en posesión el valor de dichas telas. Sus andrajosos tejidos no podían compararse con aquellos hermosos ropajes que sus ojos siempre divisaban en otras mujeres de buen ver. Esas mismas que a veces se quedaban contemplando su figura en los bordes del camino, juzgando en silencio, preguntándose qué hacía en esos lares de la ciudad, lejos de su comunidad.
Las restricciones eran claras, sin dar paso al error. Lo suficientemente sencillas para que ningún hombre o mujer de la comunidad tuviera la voluntad, o más bien la osadía, de ir en contra de ellas. Nada de prendas ceñidas, de seda o colores vivos, llamativos. Lucir alguna de ellas traía peligrosas consecuencias, por lo que solo podía imaginarse vistiendo alguna de ellas en sus pensamientos. Porque, como había quedado demostrado en días anteriores, aquel o aquella que decidiera ignorar las normas no le depararía mejor futuro que al pobre desdichado al que le habían acusado de herejía.
Parecía que los tiempos no podían seguir el paso del recuerdo viejo y perdido de aquellas historias que su anciana abuela contaba frente a las llamas del fuego, acompañada su dulce voz por el ligero crepitar de los leños de madera, en las noches más frías del invierno. Un tiempo en el que todavía permanecían dentro de la ciudad, en el interior de las murallas, mucho antes de que fuesen apartados y obligados a vivir cerca del río, en donde ahora su morería se localizaba alejada del que había sido su viejo y tradicional barrio, donde los recuerdos de los más viejos parecían disiparse y olvidarse con el paso del tiempo. Al mismo tiempo, eran los rumores que se escuchaban a través de las grietas de las paredes los que alertaban de futuros cambios, dando forma a los temores de muchos que hasta entonces se habían mantenido ocultos en el silencio, expectantes. También se podían escuchar entre los puestos del mercado y los corrillos de gente que se formaban junto a la aljama; y lo que contaban, para desgracia de esta joven, no auguraba ningún bien en años. Especialmente para una mujer, ya fuese mora o judía, cuyos movimientos se encontraban ya relegados a la palabra del padre o del marido. Una situación que, dentro o fuera de la comunidad, entre los miembros de la morería, no se caracterizaba por ser segura. No por nada, según ciertas habladurías, seguramente acertadas, ya una mujer había sido asesinada al quedar embarazada de un cristiano, encontrando su muerte a manos de su propia familia.
En aquellas circunstancias, difíciles e inestables, bien era sabido para la nieta de Çete que debía sentirse agradecida por el trabajo que tenía en la casa de una buena señora. Los días allí llegaron a ser sencillos, aunque en su gran mayoría volviese a la casa con el sabor agridulce de la desesperación en sus labios, adoloridos y resecos. La salud de la señora era delicada y sus conocimientos en hierbas naturales facilitaban su recuperación, especialmente con las dolencias que toda mujer experimentaba tarde o temprano. Sin embargo, también sabía que el señor, a diferencia de su esposa, no veía con buenos ojos que una mora se ocupase de los dolores de su amada, dominado por tan corrosivos pensamientos que podía sentir su mirada en la espalda cada vez que se movía. No era el único que pensaba así.
¿Por cuánto tiempo? Tres palabras que se repetían en su mente con una constancia peligrosa, día tras día, mientras observaba a las mujeres de su comunidad trasladarse a los barrios dentro de las murallas para ocuparse de la crianza o la salud de algunas familias enriquecidas, cristianas, lo cual hasta entonces había sido una práctica más o menos habitual.
Las preocupaciones de la nieta ya habían calado en su abuela muchos años atrás, antes de que ella naciera, cuando la ley dictaminó las primeras obligaciones para los suyos. Pues recordaba, pese a su vejez, el sentimiento de congoja al verse sin una salida, maniatada por los suyos y por aquellos que se hacían llamar sus vecinos. Y los miedos que recorrían los cuerpos de estas mujeres no eran temores vacíos o dudas sin peso. Existía una razón, un hecho para pensar así, y tiempo después cobraría fuerza cuando la Iglesia empezara a condenar trabajos, como aquel que desempeñaba su nieta, en los años futuros.
Por esa misma razón, la pregunta cobraba más importancia en cada ocasión que se formulaba en las mentes de estas mujeres, de generaciones distintas y preocupaciones similares, que se veían envueltas en dos mundos totalmente diferentes con normas que las condenaban por igual. ¿Por cuánto tiempo?